Cómo mantener la ilusión en plena crisis económica
Encontrar el lado positivo de las cosas es tarea de uno mismo, pero una comunicación transparente y un 'gracias' a tiempo son una buena inyección de energía.
Cansados, defraudados, resignados… Estos son algunos de los adjetivos que mejor definen el estado de ánimo de muchos profesionales en España. La desilusión se ha instalado de mano de la crisis y rendirse ante la adversidad parece la opción más sencilla. Luis Galindo, experto en programas de motivación y liderazgo, dice que "no podemos permitir que nada ni nadie nos quite la ilusión. No hay que ser conformista. Debemos estar por encima de los problemas".
Muchos profesionales ven el trabajo sólo como una obligación y un medio para cubrir sus necesidades, lo que agudiza la desmotivación. "Hasta que no se sientan orgullosos de lo que hacen y comprendan la trascendencia que hay detrás sus tareas (independientemente de su cargo y funciones) no llegará un cambio de actitud", insiste Galindo.
Trabajo propio
Lo primero que se debe tener claro es que la única motivación que existe es la propia. "Desde el exterior se pueden generar estímulos, pero conseguirlo es tarea de uno mismo. La ilusión es la energía que conduce a la acción, una fuerza vital que nos lleva a fijarnos metas, alcanzarlas e incluso superarlas. Una organización presa de la desilusión está parada, anclada en el pasado en lugar de centrada en lo que está por venir", comenta Fernando Botella, CEO de Think & Action.
Además, cuando entre los miembros de un equipo reina la desilusión, la productividad baja, los resultados empeoran y los gastos se multiplican. Para Inmaculada Cerejido, directora del departamento clínico y de formación de Psya Asistencia, "recuperar la motivación es crucial y requiere grandes dosis de valentía más que de optimismo. Cada individuo debe tener valor para ver con realismo los motivos que están generando esa desgana y actuar con decisión para resolverlos".
Para favorecer estos cambios también es necesaria la intervención del jefe. Éste no puede olvidarse de la gestión de los intangibles (motivación, compromiso, orgullo de pertenencia, felicidad o satisfacción). Galindo recomienda que, a título individual y colectivo, se practique el optimismo inteligente. Un término creado por Martin Seligman, de la Universidad de Pennsylvania, que describe la capacidad de observar la realidad con objetividad, sin perder tiempo en quejarse de lo que va mal y buscando qué se puede hacer para mejorarlo: "Los responsables de los equipos son los que deben implantarlo en las empresas comunicando con claridad las decisiones, no dando nada por sentado y agradeciendo las aportaciones y esfuerzos de cada profesional. Algo poco costoso y que, sin embrago, es una gran inyección de motivación e implicación", dice Galindo.
Botella explica que las empresas deben generar confianza en el proyecto, explicar que existen unos objetivos claros y que cada empleado tiene su parte de responsabilidad en esta misión: "Un líder que hace partícipes a sus colaboradores, los escucha y genera entornos de exploración de nuevas oportunidades es un dispensador nato de entusiasmo".
Efectos secundarios de la desmotivación
* Menor nivel de autoexigencia. El grado de exigencia de una persona desmotivada disminuye notablemente y, por tanto, también baja la calidad de sus ideas, de sus decisiones y de sus acciones con los clientes y con los compañeros. En resumen, su eficiencia y productividad es baja.
* Reducción del bienestar personal. Un profesional sin ilusión se siente incómodo en el entorno físico en el que desarrolla su trabajo y con las tareas que realiza. El abatimiento psíquico se convierte en estrés físico y éste en problemas de salud a corto, medio y largo plazo.
* Disminución del valor como profesional. Con la desgana el empleado pierde la tensión profesional que le mantiene activo y con los reflejos en guardia. Comienza a cometer más errores en su práctica profesional, lo que le condena a ser etiquetado como ineficiente.
* Empeoramiento del clima organizativo. Estos profesionales hablan menos, dramatizan los pequeños inconvenientes, pierden el sentido del humor. Por consiguiente, generan un entorno a su alrededor que hace imposible el trabajo compartido y el flujo de la información.
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