“Mi locura me llevó a perder el trabajo”
Arturo Sánchez depende de los servicios sociales públicos desde hace tres años
Cuando conoció a su mujer, hace treinta años, Arturo Sánchez ya consumía cocaína. Se hizo vigilante de noche en las cocheras de Renfe de Fuenlabrada (Madrid). “Me pasaba ocho horas patrullando entre filas de vagones para que no vinieran a hacer grafitis. Luego, mi locura me llevó a perder el trabajo”, recuerda. Lo que llama locura era “una doble vida” que no le dejaba tiempo para la familia. Dormía de día, trabajaba de noche y, además, había aumentado su consumo de cocaína y fumaba heroína hasta la dependencia.
Perdió el trabajo, a su esposa y la placa. Empezó a desintoxicarse durante los dos años y medio en que cobraba el paro y conseguía algún trabajo temporal. Cuando se le acabó, el paso natural parecía ser hacia la calle, pero se enganchó al flotador de los servicios sociales y, desde hace más de tres años, se mantiene a flote gracias a ellos.
“Ahora estoy limpio”, insiste desde el centro de acogida Juan Luis Vives, de la localidad madrileña de Vicálvaro, donde vive desde finales de octubre por segunda vez —ya había estado ahí en 2009—, “me dan la medicina preparada y el doctor dice que es casi agua”. Cobra la renta mínima de inserción (algo más de 350 euros mensuales) y cada día se levanta a las ocho menos cuarto, se lava, se afeita y va a desayunar a las ocho y media. Después, coge el autobús y empieza a recorrer las Empresas de Trabajo Temporal (ETT) de la capital, que tiene clasificadas en una lista que se ha hecho en ordenador donde marca las que ya tienen su currículo, las que aún no ha visitado y las que han cerrado. “Estoy seguro de que algo saldrá. Si no, las ETT no estarían ahí. Espero que me llame pronto alguna de mis amigas para darme un puesto de carretillero en el aeropuerto”, declara.
Buscar trabajo activamente es uno de los requisitos del “centro de alta exigencia” de Vicálvaro, como lo define su coordinador Iván Díez. Otras de las exigencias para sus 145 usuarios es que sean conscientes de su problema o enfermedad, rigurosos con su tratamiento y que tengan expectativas de salir adelante. “Llegan en una situación muy vulnerable, pero cuando pasan un tiempo aquí se estabilizan. Si el centro no les ofreciera una plaza, muchos estarían en la calle”, cuenta Díez. En su equipo hay educadores sociales, asistentes sociales y enfermerosy los usuarios llegan derivados de los servicios sociales municipales.
“Cuando dejé el trabajo pude dedicarme a trabajos que realmente me llenaban. Al menos no llegaba los domingos a las ocho de la mañana y tenía a las niñas hablando bajito porque papá estaba durmiendo”, evoca. Las niñas, sus hijas, tienen ahora 27 y 13 años y las ve todos los fines de semana. La mayor tiene un niño de cinco años y la pequeña cree que su padre vive en un piso compartido “con unos compañeros del barrio”.
Sánchez guarda siempre 25 o 50 euros para poder invitar a su familia a merendar o comprarles algún regalo de vez en cuando. Piensa en los educadores sociales que le gestionan la paga y dice: “Ellos ya saben que ese dinero es para eso”.