Los jefes simpáticos no son buenos líderes
Virtudes como la generosidad o la simpatía pueden ser interpretadas como signos de debilidad entre los que más mandan en la empresa. Serán considerados estupendas personas, pero pocos los escogerían como los directivos perfectos por demasiado blandos.
Si es una persona generosa, amante del diálogo y con grandes dosis de humanidad, despídase de ser un buen líder, al menos en el sentido estricto de la plabra. Todos estos atributos pueden ser interpretados como un signo de debilidad, lo que en lenguaje coloquial se llama “ser blandito”. Probablemente es una buena persona y un estupendo conversador. Puede que sus empleados alaben sus virtudes y le identifiquen como buen jefe, pero nunca le darían su confianza si de ellos dependiera elevarle a la dirección general. Resulta paradójico pero, en entornos competitivos, cuando se trata de escoger a un líder se prefiere a alguien dominante.
Ser demasiado amable puede tener consecuencias negativas para el liderazgo
Robert Livingston, profesor de gestión y organizaciones de Kellogg School, es el coautor de un estudio que lo confirma. Esta investigación, realizada a partir de la opinión de 350 estudiantes y profesionales, confirma que la generosidad, en el sentido de contribuir al bien público, influye en el estado de la persona en dos dimensiones críticas: el prestigio y el dominio. “Los individuos que gozan de alto prestigio son considerados como santos, porque poseen una calidad de autosacrificio y fuertes valores morales. Sin embargo, aunque están dispuestos a dar sus recursos para el grupo, no son percibidos como sólidos líderes”, explica Livingstone. Los investigadores definen el dominio como un impuesto ‘estado alfa’, mientras que el prestigio es la admiración libremente conferida a los demás.
Protagonistas de la historiaPara ilustrar esta dicotomía entre prestigio y dominio, el académico menciona a la Madre Teresa de Calcuta y a Al Capone. Mientras que la primera emana prestigio, el padre de la mafia es una persona de gran dominio: “Si me molestas te mato”. Livingston también menciona a Albert Einstein o Stephen Hawking, científicos que por su prestigio pueden ser percibidos como líderes deseables en un entorno no competitivo.
La generosidad puede aumentar el prestigio si es selectiva con el propio grupo, despertando el respeto y la admiración de los demás
Nir Halevy, profesor de comportamiento organizacional en la Stanford Graduate School of Business y autor junto con Livingston de esa investigación, señala que “en tiempos de paz, la gente quiere a los miembros del grupo respetados y admirados para guiarlos, pero cuando las cosas se ponen difíciles prefieren al individuo dominante al frente del equipo”. Livingston añade que estos rasgos están relacionados con la teoría de la evolución donde los más fuertes y dominantes son los jefes de la manada.
Otro de los ejemplos que pueden reflejar este panorama lo encontramos en los presidentes de Estados Unidos. Cuando Barack Obama se convirtió en presidente del país americano en enero de 2009, lo hizo rodeado de un halo de optimismo y esperanza. Constituía la antítesis de sus predecesores que convirtieron el ejercicio del poder en su principal arma política; incluso Ronald Reagan consideraba a Estados Unidos una nación excepcional cuyo papel único era liderar el mundo libre. Sin embargo ahora, Obama, que recibió el premio Nobel de la Paz nueve meses después de su llegada a la Casa Blanca, es criticado por ceder en algunas decisiones, una actitud que no hace ningún favor a un líder.
“Ser demasiado generoso a menudo tiene un coste personal para una posición de fuerza o poder”, asegura Livingston, quien señala que “no hay que confundir la simpatía y la humanidad con la debilidad. Las personas prefieren estas cualidades, pero las rechazan cuando tienen que escoger a sus guías. En tiempos de competencia hace falta fuerza, no sensibilidad”.
Ser amable penaliza“Los buenos chicos no llegan a la cima cuando su grupo necesita un líder dominante en una situación crítica”. Esta afirmación de Halevy está plenamente justificada. Para probarlo, los autores de este informe –en cuya elaboración también participaron Taya Cohen Tepper, de Carnegie Mellon University School of Business de Kellogg, y el estudiante de doctorado Eileen Chou– realizaron tres experimentos. Los participantes tenían la opción de mantener una dotación inicial o compatirla con el grupo. Las contribuciones beneficiaban a otros miembros de su equipo pero perjudicaban a los de otros. Se comprobó que el egoísmo generaba dominio en detrimento del respeto y la admiración de los demás. Sin embargo, a aquellos que compartían sus recursos con todos les penalizaba en dominio y prestigio comparados con los que sólo eran generosos con su equipo.
La generosidad puede aumentar el prestigio si es selectiva con el propio grupo, despertando el respeto y la admiración de los demás. Sin embargo, ser egoísta o agresivo (dañar innecesariamente a los miembros de otro grupo) disminuye el respeto y la admiración de los demás y aumenta la percepción de dominio. Conclusión: los dominantes tenían más posibiidades que las personas de prestigio de ser líderes del grupo en un simulacro de la competencia con otro grupo. Ser demasiado amable puede tener consecuencias negativas para el liderazgo.
Virtudes como la generosidad o la simpatía pueden ser interpretadas como signos de debilidad entre los que más mandan en la empresa. Serán considerados estupendas personas, pero pocos los escogerían como los directivos perfectos por demasiado blandos.
Si es una persona generosa, amante del diálogo y con grandes dosis de humanidad, despídase de ser un buen líder, al menos en el sentido estricto de la plabra. Todos estos atributos pueden ser interpretados como un signo de debilidad, lo que en lenguaje coloquial se llama “ser blandito”. Probablemente es una buena persona y un estupendo conversador. Puede que sus empleados alaben sus virtudes y le identifiquen como buen jefe, pero nunca le darían su confianza si de ellos dependiera elevarle a la dirección general. Resulta paradójico pero, en entornos competitivos, cuando se trata de escoger a un líder se prefiere a alguien dominante.
Ser demasiado amable puede tener consecuencias negativas para el liderazgo
Robert Livingston, profesor de gestión y organizaciones de Kellogg School, es el coautor de un estudio que lo confirma. Esta investigación, realizada a partir de la opinión de 350 estudiantes y profesionales, confirma que la generosidad, en el sentido de contribuir al bien público, influye en el estado de la persona en dos dimensiones críticas: el prestigio y el dominio. “Los individuos que gozan de alto prestigio son considerados como santos, porque poseen una calidad de autosacrificio y fuertes valores morales. Sin embargo, aunque están dispuestos a dar sus recursos para el grupo, no son percibidos como sólidos líderes”, explica Livingstone. Los investigadores definen el dominio como un impuesto ‘estado alfa’, mientras que el prestigio es la admiración libremente conferida a los demás.
Protagonistas de la historiaPara ilustrar esta dicotomía entre prestigio y dominio, el académico menciona a la Madre Teresa de Calcuta y a Al Capone. Mientras que la primera emana prestigio, el padre de la mafia es una persona de gran dominio: “Si me molestas te mato”. Livingston también menciona a Albert Einstein o Stephen Hawking, científicos que por su prestigio pueden ser percibidos como líderes deseables en un entorno no competitivo.
La generosidad puede aumentar el prestigio si es selectiva con el propio grupo, despertando el respeto y la admiración de los demás
Nir Halevy, profesor de comportamiento organizacional en la Stanford Graduate School of Business y autor junto con Livingston de esa investigación, señala que “en tiempos de paz, la gente quiere a los miembros del grupo respetados y admirados para guiarlos, pero cuando las cosas se ponen difíciles prefieren al individuo dominante al frente del equipo”. Livingston añade que estos rasgos están relacionados con la teoría de la evolución donde los más fuertes y dominantes son los jefes de la manada.
Otro de los ejemplos que pueden reflejar este panorama lo encontramos en los presidentes de Estados Unidos. Cuando Barack Obama se convirtió en presidente del país americano en enero de 2009, lo hizo rodeado de un halo de optimismo y esperanza. Constituía la antítesis de sus predecesores que convirtieron el ejercicio del poder en su principal arma política; incluso Ronald Reagan consideraba a Estados Unidos una nación excepcional cuyo papel único era liderar el mundo libre. Sin embargo ahora, Obama, que recibió el premio Nobel de la Paz nueve meses después de su llegada a la Casa Blanca, es criticado por ceder en algunas decisiones, una actitud que no hace ningún favor a un líder.
“Ser demasiado generoso a menudo tiene un coste personal para una posición de fuerza o poder”, asegura Livingston, quien señala que “no hay que confundir la simpatía y la humanidad con la debilidad. Las personas prefieren estas cualidades, pero las rechazan cuando tienen que escoger a sus guías. En tiempos de competencia hace falta fuerza, no sensibilidad”.
Ser amable penaliza“Los buenos chicos no llegan a la cima cuando su grupo necesita un líder dominante en una situación crítica”. Esta afirmación de Halevy está plenamente justificada. Para probarlo, los autores de este informe –en cuya elaboración también participaron Taya Cohen Tepper, de Carnegie Mellon University School of Business de Kellogg, y el estudiante de doctorado Eileen Chou– realizaron tres experimentos. Los participantes tenían la opción de mantener una dotación inicial o compatirla con el grupo. Las contribuciones beneficiaban a otros miembros de su equipo pero perjudicaban a los de otros. Se comprobó que el egoísmo generaba dominio en detrimento del respeto y la admiración de los demás. Sin embargo, a aquellos que compartían sus recursos con todos les penalizaba en dominio y prestigio comparados con los que sólo eran generosos con su equipo.
La generosidad puede aumentar el prestigio si es selectiva con el propio grupo, despertando el respeto y la admiración de los demás. Sin embargo, ser egoísta o agresivo (dañar innecesariamente a los miembros de otro grupo) disminuye el respeto y la admiración de los demás y aumenta la percepción de dominio. Conclusión: los dominantes tenían más posibiidades que las personas de prestigio de ser líderes del grupo en un simulacro de la competencia con otro grupo. Ser demasiado amable puede tener consecuencias negativas para el liderazgo.